Iban los vencedores con sus himnos
y su orgullo, y su grito,
por las calles.
Las palabras del júbilo eran rosas,
guirnaldas
y banderas. Bienvenidas.
(Por la raya del mar, el barco iba
—el
último de todos— hacia lejos:
el exilio, la angustia, el
cielo extraño,
la extraña tierra… Sangre en las
raíces.)
Ese himno ya no. !Callad, silencio…!
Tuvimos que
aprendernos las palabras
del nuevo modo de salvar el mundo,
la
música del pez en la pecera.
(Los himnos fenecidos, los pusimos
detrás de la memoria. Con
ramajes
y camuflaje de hojas. Encerrarlos
era como enterrar
la infancia en ellos.)
Desfiles. Tiempo nuevo. No pudimos
adaptarnos muy pronto. Más
desfiles.
Quizá aquella gente extraña era,
en verdad, la
verdad. Y la victoria.
(En la raya de Francia, los vencidos,
y en un flanco de
España, la derrota:
los heridos, los vivos, y los otros.
El
camino final. Y la posguerra.)
Se habló entonces de patria. De los hijos.
De Castilla la
grande. Y en los montes
sólo una mano de la muerte
hacía
la señal de la cruz sobre la guerra.
(Ellos tuvieron sólo el gran silencio.
Sólo su herida al
lado de la tierra,
huesos que hay que olvidar. Muertos de
España
a quienes nadie da nombre de muertos.)
María Beneyto
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