(postguerra)
En el pan de maíz, el sol queda
a
sufrir con nosotros, amarillo.
Toda la población de la
mazorca
nos acompaña así, nos edifica.
Por él acerca el campo su palabra
caída entre los muertos y
el otoño,
su balada perdida, sin garganta
que dé salida
al canto de la tierra.
En él late la yema de la vida
llena de avispas ciegas,
desnortadas,
y bulle un zumo de limón caliente
en el lugar
donde la sangre canta.
En el pan de maíz hay una rosa
amarilla de azufre y
tristeza;
un acorde, una música de hierro,
quizá una
fuerza de astros extinguidos.
Hay un calor dormido junto a un niño,
un fuego a medio hacer
con hielo cerca,
una remota fiebre de azafranes
diluidos en
mares de ceniza.
Perros hambrientos tienden sus aullidos
debajo de los árboles
dorados,
y un aserrín de cálida madera
trepa al silencio
en espirales mudas.
Por el pan de maíz, toda la vida
se nos quedó amarilla,
pero erecta,
se nos quedó oxidada, pero firme,
y el pan
aquél ya es carne, hueso nuestro.
Invisibles canarios que venían
inmiscuyendo su ternura
inquieta
en el redondo pan de la amargura
nos daban alas,
plumas, voces rubias…
Con el dolor del miedo nos saciaban.
Con su lívido frío. Y
nos alzamos
en terca voluntad de crecimiento:
nos quisimos
quedar a ver la vida.
Como una flor de liquen, arraigada
en tejado pobrísimo, sin
tierra
ni apenas otra cosa que la nube,
así creció y se
fue la dura infancia.
(¿Adónde? ¿Con qué escolta ilimitada
de estrellas y
nenúfares? ¿Qué signos
sin descifrar dejaba? ¿Qué
simientes?
¿En dónde están sus leves huesecillos…?)
Con amarillo pan hemos nutrido
la adolescencia débil y
espigada,
el amor primero, lo inefable
de la esperanza:
cuanto no tuvimos.
Y si crecimos, si hasta aquí llegamos
con el pan de maíz en
las arterias,
fue porque el sol tribal de la naranja
se
escondió con tristeza. Y nos sostuvo.
María Beneyto
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