sábado, 28 de noviembre de 2020

MALDITA ZORRA

Estaba loca:
su tristeza no era de este mundo,
a veces estallaba a reír cuando me lloraba sus penas
y solía enredarse el pelo cuando le iba bien.

Se pintaba los labios antes de dormir:
«quiero estar guapa para mis sueños», me decía.
Luego se levantaba con el rímel corriéndose en sus ojeras,
como en mis mejores fantasías,
y me preguntaba la diferencia entre una nube y una ola.

Yo la observaba en silencio
—un silencio consciente,
pues ella era una de esas mujeres
que te hacen saberte derrotado antes de intentarlo—,
como si tratara de vencerla sin palabras,
como si esa fuera la única forma.
Ilusa.

En ocasiones
todo lo que hay más allá de alguien es superfluo
y todo lo que hay dentro de uno es redundante.
No lo sé,
le hubiera repetido un millón de veces por segundo
que era más guapa que un pájaro sobrevolando el mar
y que sabía más dulce que la caricia de un padre,
pero ella estaba loca,
loca como un silencio en medio de una escala,
y solo me besaba cuando me callaba.
Maldita zorra.

Solía decir que los peces eran gaviotas sin alas
y era imposible tocarla sin que gritara.
Yo lo disfrutaba: era un instrumento delicioso.

Cuando le decía que amaba su libertad
se desnudaba y subía las escaleras del portal sin ropa
mientras me decía que echaba de menos a su madre.

Cuando tenía miedo
se ponía el abrigo y se miraba al espejo,
entonces se reía de mí y se le pasaba.

Cuando tenía hambre
me acariciaba el pelo y me leía un libro
hasta que me quedaba dormida.
No sé qué hacía ella después,
pero cuando me levantaba ella seguía ahí
y mi pelo estaba lleno de flores.

Un día se fue diciendo algo que no entendí,
supongo que por eso empecé a escribir.
Me dijo: no me estoy yendo,
solo soy un fantasma de todo lo que nunca tendrás.
Maldita zorra. Maldita zorra loca.

Estaba loca, joder,  estaba loca.
Tenía en su cabeza una locura preciosa.
¿Cómo no iba a perder la puta razón por ella? 

 Elvira Sastre



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