Estaba loca:
su tristeza no era de este mundo,
a veces
estallaba a reír cuando me lloraba sus penas
y solía enredarse
el pelo cuando le iba bien.
Se pintaba los labios antes de
dormir:
«quiero estar guapa para mis sueños», me decía.
Luego
se levantaba con el rímel corriéndose en sus ojeras,
como en
mis mejores fantasías,
y me preguntaba la diferencia entre una
nube y una ola.
Yo la observaba en silencio
—un
silencio consciente,
pues ella era una de esas mujeres
que
te hacen saberte derrotado antes de intentarlo—,
como si
tratara de vencerla sin palabras,
como si esa fuera la única
forma.
Ilusa.
En ocasiones
todo lo que hay más
allá de alguien es superfluo
y todo lo que hay dentro de uno es
redundante.
No lo sé,
le hubiera repetido un millón de
veces por segundo
que era más guapa que un pájaro sobrevolando
el mar
y que sabía más dulce que la caricia de un padre,
pero
ella estaba loca,
loca como un silencio en medio de una
escala,
y solo me besaba cuando me callaba.
Maldita
zorra.
Solía decir que los peces eran gaviotas sin alas
y
era imposible tocarla sin que gritara.
Yo lo disfrutaba: era un
instrumento delicioso.
Cuando le decía que amaba su
libertad
se desnudaba y subía las escaleras del portal sin
ropa
mientras me decía que echaba de menos a su madre.
Cuando
tenía miedo
se ponía el abrigo y se miraba al espejo,
entonces
se reía de mí y se le pasaba.
Cuando tenía hambre
me
acariciaba el pelo y me leía un libro
hasta que me quedaba
dormida.
No sé qué hacía ella después,
pero cuando me
levantaba ella seguía ahí
y mi pelo estaba lleno de
flores.
Un día se fue diciendo algo que no
entendí,
supongo que por eso empecé a escribir.
Me dijo:
no me estoy yendo,
solo soy un fantasma de todo lo que nunca
tendrás.
Maldita zorra. Maldita zorra loca.
Estaba
loca, joder, estaba loca.
Tenía en su cabeza una locura
preciosa.
¿Cómo no iba a perder la puta razón por ella?
Elvira Sastre
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