domingo, 8 de noviembre de 2020

La mujer del granjero

 


Desde las gachas de avena
inscritas en la lujuria campestre
de su vida doméstica en Illinois,
donde cada hectárea simula ser
una floreciente fábrica de escobas,
se nombran los años: han pasado ya diez
desde que ella se convirtió en su rutina;
en la de él, que esta noche repetirá
cariño, vamos a hacerlo
y en cambio ella callará su creencia
de que la vida debe ofrecer algo
más allá de ese breve lapso luminoso
ofrecido por una cama ronca, incluso
más allá de su forma lenta y ciega de tocarla
como una luz inmensa y pesada,
aquel viejo engaño del amor
que ella sigue anhelando a pesar
de que aún la abandona a su suerte,
se construye de nuevo al fin,
a mentes de distancia de él, cuando habita
su propia identidad en sus propias palabras
odiando las labores domésticas de la casa
que ambos conservan cuando al fin descansan
aislados ambos en sueños distantes
y ella lo observa con atención,
fuerte, inmerso en la sólida burbuja
de su sueño habitual mientras
su juventud es desperdiciada encima
de esa misma cama de matrimonio
y lo imagina, lo anhela lisiado, o poeta,
o hasta solitario, o a veces,
incluso mejor —querido mío— muerto.

Anne Sexton

 



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