Desde las gachas de avena
inscritas en la lujuria
campestre
de su vida doméstica en Illinois,
donde cada
hectárea simula ser
una floreciente fábrica de escobas,
se
nombran los años: han pasado ya diez
desde que ella se
convirtió en su rutina;
en la de él, que esta noche
repetirá
cariño, vamos a hacerlo
y en cambio ella callará
su creencia
de que la vida debe ofrecer algo
más allá de
ese breve lapso luminoso
ofrecido por una cama ronca,
incluso
más allá de su forma lenta y ciega de tocarla
como
una luz inmensa y pesada,
aquel viejo engaño del amor
que
ella sigue anhelando a pesar
de que aún la abandona a su
suerte,
se construye de nuevo al fin,
a mentes de distancia
de él, cuando habita
su propia identidad en sus propias
palabras
odiando las labores domésticas de la casa
que
ambos conservan cuando al fin descansan
aislados ambos en sueños
distantes
y ella lo observa con atención,
fuerte, inmerso
en la sólida burbuja
de su sueño habitual mientras
su
juventud es desperdiciada encima
de esa misma cama de
matrimonio
y lo imagina, lo anhela lisiado, o poeta,
o
hasta solitario, o a veces,
incluso mejor —querido mío—
muerto.
Anne Sexton
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