En mi casa las vacas tenían nombre
y los becerros asaltaban
los cielos
abrazados por las ubres.
Desde el amanecer,
oíamos sus nombres.
Se llamaban
Lucera, Regalona,
Carmela y Mariantonia.
En los ojos de aquellos animales
los motivos del mundo
nunca
eran extranjeros.
Nos defendían del frío
con el calor de sus cuerpos.
Nos
defendían del hambre
con la blancura de su leche.
Nos daban esperanza
y nos ayudaban a comprender
que el
mundo era como creíamos.
Después de tantos años,
en el silencio de la noche,
cuando
aparece el sueño cada día,
he empezado a pensar
que,
desde hace mucho tiempo,
las raíces de los hombres
fueron
arrancadas de la tierra.
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