Yo, Uriel da Costa, judío,
un extraño para todos,
desde
el púlpito de la sinagoga,
leí la confesión de mis errores
y
sufrí treinta y nueve latigazos,
y fui pisoteado por los
míos,
atado al frío de la piedra.
Por todo lo que sigue
fui condenado.
Viví de niño donde
todos sospechaban de todos.
Porque
los hombres, desde siempre,
organizan su reino
a través de
la astucia y la mentira.
Y por eso declaro lo que sigue:
que
todo lo que escribo
me traerá la muerte.
Dios no hizo ningún alma
separada del cuerpo.
El alma
es engendrada
por nuestros mismos padres.
Igual que le
sucede
al alma de los demás animales.
El alma nunca
sobrevive
a la muerte del cuerpo.
Nada escapa
a la
condición mortal.
Las leyes orales son invenciones
de hombres ambiciosos,
que
nada tienen que ver con Dios.
No tenemos necesidad ninguna
de la parafernalia de los ritos.
Los hombres, desde siempre,
organizan su reino
a través
de la astucia y la mentira.
Y no saben el yugo
que van a colocar sobre sus nucas
los
que abrazan la religión.
Todo lo tienen montado
sobre la injusticia.
Y nos engañan todos cada día.
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