Cuando los grandes árboles
caen,
las rocas en distantes
colinas tiemblan,
los leones se agachan
detrás de los altos
pastos
e incluso los elefantes
buscan con torpeza estar a
resguardo.
Cuando los grandes árboles
caen
en los bosques,
las pequeñas cosas se
tapan de silencio,
sus sentidos
quedan desgastados más
allá del miedo.
Cuando las grandes almas
mueren,
el aire a nuestro
alrededor se vuelve
ligero, raro, estéril.
Respiramos apenas.
Nuestros ojos apenas
ven con
una claridad que duele.
Nuestra memoria, de pronto
agudizada,
examina,
rumia en las palabras
bondadosas
no dichas,
los prometidos paseos
que no dimos.
Las grandes almas mueren y
nuestra realidad, pegada
a ellas, también se
retira.
Nuestras almas,
dependientes de su
alimento,
ahora se encogen y
marchitan.
Nuestras mentes, formadas
e informadas
por su brillo,
se abandonan.
No nos volvemos locos
más bien nos reducimos a
una ignorancia indecible
de oscuras y frías
cuevas.
Y cuando las grandes almas
mueren,
después de un tiempo la
paz florece,
lentamente y siempre
con irregularidad. Los
espacios se llenan
con una especie de
confortante vibración
eléctrica.
Nuestros sentidos,
restaurados, nunca
los mismos otra vez, nos
susurran.
Existieron. Ellos
existieron.
Podemos ser. Ser y ser
mejores. Porque ellos
existieron.
Maya Angelou