En
su hábito oscuro, con los brazos abiertos,
como
un monje que al cielo le dirige
su
plegaria obstinada por la vida del alma,
el
olivo difunto permanece de pie
mientras
la tarde dobla sus rodillas.
Enhebrado
en la luz que se adelgaza,
su
severo perfil
cose
el cielo a la tierra,
vertebra
el espinazo de la tarde.
Y
un saber de lo nuestro
en
su reserva humilde sospechamos.
Encallecida
mano codiciosa
cuyos
dedos se tuercen arrancándole al aire
un
pellizco de vuelo,
algo
extraño nos hurta el viejo olivo:
un
secreto inminente, temperatura extrema
de
un decirse que clama en su lenguaje mudo.
Y
el hombre le dirige su pregunta.
Con
su carga de hormigas y de soles,
con
el misterio a cuestas
que
buscamos cifrar en su oficio sencillo,
este
tronco orgulloso es sólo eso:
sugestión
arraigada de las cosas
que
quedarán aquí cuando partamos,
contundente
respuesta
que
a la luz de la luna nos aturde el oído
con
su seco zarpazo de silencio.
Vicente Gallego
Vicente Gallego
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